...y ya no volverá

Acabé de leer uno de esos relatos de Mala Málaga. No recuerdo el nombre del autor, quizá fuera Jesús Nieto. El caso es que tenía aún pegado a mis ojos la vista de aquel espíritu encastrado en el cuerpo del gato asesino. No sé, me rondaba la idea como el que mira a una mujer al paso, la mira con ojos de lujuria, y después empieza a fantasear. Eso mismo. Fantaseaba con el gato. Maldito fuera. Seguía sentado en el sofá, el libro yacía a unos metros de mi sitio, como empujado por una fuerza sobrenatural estaba abierto por una página indefinida, mi mamoria fotográfica me hacía pensar que el felino había querido que el libro estuviera visible por la zona en la que Álvaro García nada. Nada.

En el exterior no nevaba, como en el relato. Aquí no para de llover. Esto es una mierda. En unos meses, si esto sigue así, pasaremos de ver merdellones con cadenas de oro a ver señores con bombín y paraguas largos. Como aquel candidato de Izquierda Unida, Rafael Rodríguez, que se parecía a uno de los inspectores de Tintín... vaya facha. Pero no facha de fascista, se vaya a enfadas. Facha de pinta, de que parecía de todo menos un señor de izquierdas. O comunista. Yo qué sé. ¡Ah! Ya recuerdo. Esto me pasó en Semana Santa. Un Miércoles Santo. Serían las tres de la mañana. Yo tendría que estar viendo Expiración, pero la puta lluvia me dijo que no. Esa noche me tocaba tener al jodido gato en la cabeza.

Llamaron a la puerta. No esperaba a nadie. No tenía ganas de moverme del sofá mientras en Onda Azul sólo podía ver resúmenes del Martes Santo. Ya había visto a la Sentencia, por lo menos, doce veces. Quién cojones será. Fuera quien fuese estaba comenzando a ganarse un sopapo. Parecía que se le había pegado el dedo al timbre. No me voy a levantar. Paró el timbre. Al fin. ¿Será gilipollas? Ahora empieza a aporrear la puerta. No son horas, cojones. Terminé por levantarme. No sé quien carajo sería a esas horas. No soy especialmente valiente. De hecho, los valientes me hacen gracia. Los cementerios están llenos de valientes, y los funerales de cobardes. Total, a lo que iba. Cogí un cuchillo. Como si eso sirviera de algo. Pero yo lo llevaba.

Joder, que bueno. Vi el salchichón en la nevera. Lo siento, no puedo contenerme. Además, ya llevo el cuchillo en la mano. No comerme un poquito sería un insulto a Prolongo. 'Topaentro'. Medio salchichón a bocados y con tripa. Como los grandes. Mierda. El sonido de la puerta ya era parte de la noche. Pasaba. Pero ya que estaba de pie y con el cuchillo. No le iba a hacer el feo. La verdad que el pasillo se me estaba haciendo eterno. Acojonado es poco. La puta que parió al demonio. La puta tele. Qué susto. Cómo coño se les ocurre poner el 'Christus Factus Est'. Con los putos niños cantando.

El pasillo. Ahí seguía. Petrificado. Escuchando a esos bastardos cantando y lo que fuera ,ahí, aporreando. Conseguí alcanzar la puerta. Toqué el pomo. Justo cuando acerté a doblarlo, escuché el chasquido de la puerta. Parecía el soniquete del cargador de la tasera de un revolvez. Clac. Todo se volvió negro. Perdidos en una gran inmensidad ahí estábamos, el gato y yo. Sólo acertaba a ver dos felinos ojos amarillos que brillaban como el oro en la noche más cerrada. Absoluta oscuridad. Así quedó todo. No hubo más.

Al parecer. Me he enterado con el tiempo. Aquel gato quiso dejarme claro que todo aquello, el Christus Factus Est, el libro de Mala Málaga, el tirón de Álvaro García y los estúpidos langostinos del genial Nieto, todo eso era sólo el preludio del fin. El paso definitivo. Al chasquear la puerta, la negra inmensidad me arropó para siempre. Es lo que tiene. Poco a poco, hasta aquel día, me fui consumiendo en mi mismo. Delgado como una sílfide. Hajado por el sobresfuerzo diario de respirar. Destrozado por los adentros. Mi propia bilis me había ido consumiendo. Fue entonces, y sólo entonces, cuando escuché la llamada de mi amiga. En realidad era la única amiga que había tenido en vida. Pero esa amiga sólo tenía una posibilidad, la muerte. Mi fin fue el que tenía que ser. Enterrado en mi propia inmundicia. Una vida llena de trabajo infructuoso. Trabajo que nunca me fue valorado. Ahora, con mi despedida seguro que los carroñeros que se reían de mi empezarán a surgir como setas en días de lluvias. Todos recordarán lo bueno que era. Pero ninguna de sus conciencias sabrá que si llegué a esto fue por su puta culpa. Ellos me dieron la vida un tiempo. Pero fueron ellos mismos quienes me sirvieron en bandeja la muerte. En bandeja de plata. Sobre sus conciencias caerá. El gato negro no es más que mi legado. Ahí estará. Insolente. Acusador. Acechando en cada esquina a todos aquellos que me han dejado ir. Adios

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