Se acabó

La edad, o lo que sea, ha hecho que me deje de churumbelerías, de cosas de niños. De ahora en adelante me mudo a fjcristofol.com Allí os espero!

El chorizo se repite

El juego político, eso que los votantes se tragan día tras día en los medios de comunicación, se altera en ocasiones por la injerencia insolente de algún ciudadano descarriado. Algo así ha pasado con Javier Arenas, a quien algún internauta ha querido darle a probar su misma medicina utilizando grandes dosis de ironía para acusarlo sin pruebas de un delito que no ha cometido. La licencia literaria cobra absoluta legitimidad cuando el bloggero en cuestión, el Capitán Ahab, iguala su falsa acusación con la gravísima y falsa -a falta de pruebas- acusación de un senador canario del PP en la que afirma que la Policía voló el piso de Leganés con los supuestos suicidas dentro. Minucias, que diría aquel...

¿Es que acaso los políticos no toleran que los ciudadanos entren en su parcela de juego? Entiendo que, en buena parte, la acusación de supuesta pedofilia a Arenas sea mal vista, porque debe estar mal vista, pero sacar de contexto es algo demasiado arriesgado incluso para quien tiene costumbre de ello y hace carrera a su costa. Cuando un político acusa a otros de ser un chorizo se tiene en cuenta como parte del juego político, cuando un ciudadano tira de ironía -esa que no todos son capaces de interpretar en un documento escrito- entra en esa parcela, el político coge el balón y, enfadado, se marcha a otro lugar con amenazas de no volver a jugar. La cosa está, parece, en que el ciudadano no puede utilizar las armas del político, no al menos sin ser reprendido por los profesionales del noble arte de la política.

Acusaciones de nepotismo nunca demostradas, o casos de falta de ética que, aunque no ilegales, si pueden suponer una falta de respeto a los ciudadanos son algunos de los casos con los que nuestros políticos han tenido el gusto de sorprendernos en menos de un año y sólo hablando de política local. Tirando de manual y libro de citas, no hay que olvidar aquello de: "Recuerda que cuando señalas a alguien otros tres dedos apuntan a tí".

Es cierto que en la política se ha pasado del ser inocente hasta que no se demuestre lo contrario al "no se es honesto hasta que no se demuestre". La cosa es que no se puede culpar al ciudadano de esa conciencia, han sido los propios políticos, a fuerza de guerra y noticia, los que se han labrado esa imagen. Sólo hay que ver el día a día de esta tabernaria, chusca y torticera política jalonada de acusaciones de 'chorizismo' entre partidos para darse cuenta de que la politica parece estar podrida. El problema está en que, por muy podrido que esté el sistema, no se puede decir nada tranquilamente si no se es político.

Definitivamente, el ciudadano tiene como principal labor formar parte de la política de forma activa, sino como representante, sí como garante de que su representación sea lo más honesta y beneficiosa para la comunidad como sea posible. Pero para eso hay mucho que fumigar. Eso sí, parece que al Capitán Ahab se le ha repetido el chorizo, pero eso no significa que deje de merendarse a algún político a base de ironía.

El 'animado' debate político local

Esto es un no parar. Si ayer nos tomábamos el cafelito de media mañana con María Gámez apelando al espíritu de Bart Simpson como simil socialista al pitufo viejuno y gruñón, que representaría al PP, a lo largo del apasionante día de Pleno, este jueves de enero, nos hemos encontrado con un maravilloso mundo de ensoñaciones ficticias y, por qué no decirlo, con una especial 'animación' -con el doble sentido que tiene- en el debate político. Sin duda, estos días están elevando el nivel intelectual de la batalla política de la ciudad.

Que María Gámez hablase de Bart Simpson como espíritu joven y de cambio, olvidando el carácter gamberro y de delincuente juvenil del joven springfildiano amarillo, ha levantado en los políticos locales las ganas de demostrar que, si al menos no saben qué es lo que pasa en Málaga, sí conocen a la perfección las series de televisión que ven sus hijos, algo a tener en cuenta, porque podría ser peor... Podrían hablar de Sálvame.

Pero la cosa, desgraciadamente, no quedó en la anécdota de María Gámez, qué va. En lugar de avergonzarse de la chusca comparación, el pleno municipal ha seguido la línea marcada por la delegada del gobierno andaluz y futura edil del Ayuntamiento de Málaga. Los políticos siguen creándose su imagen, impostora y falsa, de una realidad que sólo existe para ellos. Para adobar un poquito más la carnaza, el concejal delegado de Urbanismo, Manuel Díaz, ha aclarado que María Gámez y Enrique Linde parecían Dora la Exploradora y Botas con la retirada de un tramito de verja del Puerto. Total, que la hija de Manuel ve Clan, el canal para los peques de RTVE.

Para zanjar, espero, el debate de alto calado intelectual el actual viceportavoz del PSOE en el Ayuntamiento, Sergio Brenes, ha soltado la última: "Málaga está gobernada por Patricio y Calamardo", y tan pancho. Los personajes de Bob Esponja, a los que hay reconocer un cierto parecido con algunos ediles populares, han centrado una parte del Pleno. Total, que Málaga destaca por la altura de su nivel intelectual en política...

Lo peor de todo, y acabo con moralina, es que muchos de los que se sientan en los Plenos del Ayuntamiento no saben lo que pasa en Málaga; bien porque no les interesa o bien porque se han creado su propio mundo. Un mundo en el que Patricio, Calamardo, Dora o Bart Simpson y los Pitufos son la realidad. Una lástima que los políticos se enzarcen en estúpidos y banales debates en lugar de trabajar por la ciudad. Al final va a resultar que la política no es más que una ficción que nos hacen tragar como real.

La campaña de la marmota

¿Qué hemos hecho para merecernos esto? Tiempo ha que estamos en campaña electoral, si es que alguna vez salimos del eterno estado propagandístico en el que se ha convertido la política patria y local, claro. La cosa es que con las elecciones a unos meses de celebrarse, nuestros próceres y adheridos comienzan a descolgarse con propuestas, algunas tan interesantes como el posible embovedamiento del Guadalmedina ¡tachán! ¿Sorprendidos? No, ¿verdad? No es para menos.

Muchos malagueños deben empezar a pensar que todo esto es broma, que es como en 'Atrapado en el tiempo', esa en la que Bill Murray no fue capaz de escapar del 2 de febrero -el día de la marmota- hasta que no consiguió hacer el bien por los demás. ¿Qué malo hemos hecho los malagueños? Me explico. ¿Quién no recuerda a Celia Villalobos en la campaña de las maquetas? Hace ya once años de aquello, y siempre que se acercan las elecciones los políticos nos regalan propuestas impresionantes que ¡oh, sorpresa! nunca llegan a realizarse.

El río Guadalmedina tiene un no sé qué, que qué sé yo, y todos los años sale como tema recurrente en la campaña. Uno empieza a pensar que los políticos -o sus asesores- tienen ganas de cachondearse de nosotros, de los votantes, porque no sólo es el río Guadalmedina, también es el tercer hospital, temas que hacen que la política de Málaga sea cíclica, como un gran bucle sin salida y que nos hace olvidar con proyectos faraónicos las cosas importantes de la ciudad.

Es infernal despertarse cada día en el mismo día, como es innecesario que, campaña tras campaña, los electores tengamos que elegir a más de lo mismo. La crisis de ideas que inunda Málaga cada vez es más complicado que tenga arreglo. Los ciudadanos estamos cayendo en la complacencia, en lavarnos las manos y dejar en manos de los electos una ciudad que no tiene más motor que los malagueños. 

Quedan cinco meses para las elecciones y ya nos están vendiendo como tema estrella de la campaña el embovedamiento del Guadalmedina, después vendrá algún puerto deportivo, un parque periurbano, un macrohospital... y a partir de mayo nada, se irá diluyendo en el tiempo tanta promesa. Ya está bien de palabras, porque parece que el año anterior a las elecciones la ciudad se paraliza y sólo se abren zanjas en las calles del centro para ponerlas al gusto del alcalde de turno. Y claro, cuando paseas por entre un mar de andamios y vallas acabas por pensar: "¿Pero esto no estaba levantado hace cuatro años?", lo peor de todo es que aquí no tenemos marmotas...

Eutanasia de pelotas

El Club Baloncesto Málaga está moribundo, ¿no se han dado cuenta? A la ya anunciada muerte de éxito desde el punto de vista del márketing, estamos asistiendo a la lenta defunción del estandarte del deporte de élite de la ciudad. El largo proceso de fagocitación identitaria que se ha dado entre el club y Unicaja parece desembocar en un inevitable y pacífico final, en una eutanasia baloncestística, o una eutanasia de pelotas. Una muerte tranquila, adobada con grandes dosis de pasotismo y proyectos con más ilusión que cabeza. Hay quien achaca esta desgraciada muerte a la futura y posible fusión de cajas de ahorros, aunque también estamos los que pensamos y bien y creemos que sólo hay una mala planificación de la plantilla de unos años acá.

No se trata de entrar en los nefastos resultados del equipo esta campaña, ni siquiera de discutir que sea terrible que el Club Baloncesto Málaga ande mendigando, por segundo año consecutivo, una plaza en la Copa del Rey, a la que muy dificilmente acudirá este año, sólo si algún milagro lo remedia. Es complicado justificar el proceso de empeoramiento del paciente, el C.B. Málaga va camino de morir en silencio, de dejarse llevar y pasar de la gloria a la medianía sin muchos pasos intermedios... De la Liga de 2006 a la Final Four de Atenas de 2007 a no clasificarse para la Copa de 2010 y camino de no hacerlo para la de 2011.

Es difícil soportar ver como el Unicaja va hundiéndose en su propia gloria. ¿Qué hace falta para que el Baloncesto Málaga resurja? Pues, probablemente, mucho más que mover fichas dentro del organigrama de la organización. Seguramente haga falta mucho más que cambiar de presidente por las buenas, sobre todo si es sólo un acto de cara a la galería más que una voluntad de mejorar. A Eduardo García, actual presidente, le ha tocado bailar con la más fea, como le podría haber tocado a cualquier otro... 

El básquet de Málaga necesita mucho más que vivir de temporeros, de jugadores sin categoría contrastada... Unicaja se quedó en el camino de continuar siendo uno de los grandes en España junto a Madrid, Barça o Baskonia, para unirse al grupo de los segundones que actúan de comparsa en una ACB cada vez más lejana para los malagueños. No nos llamemos a engaño, el Top 16 podrá ser un objetivo importante, pero ¿es creíble que el C. B. Málaga esté entre los 16 mejores de Europa y no entre los 8 mejores de España? Complicado de creer.

Soluciones habrá, sobre todo para un público que parece que se está hartando de la mediocridad y que ha dado la espalda silenciosamente a su equipo, ¿qué hay de aquél "Málaga llena su Palacio"? Cada vez es más fácil ver asientos vacíos en el Carpena, algo achacable a la falta de ilusión de los proyectos que en los últimos años se han presentado desde el club. El baloncesto en Málaga tiene demasiada historia como para dejarlo morir. No hagamos, como tantas veces se ha hecho en Málaga, oídos sordos ante un paciente que pide auxilio a gritos. Málaga necesita básquet al más alto nivel, no lo matemos nosotros mismos...

Once principios de la propaganda

Un hijoputa nazi se sacó de la manga once postulados a los que hacer caso para la comunicación de masas. Si los leemos detenidamente el cabrón asesino de Goebbels puso las bases de la propaganda electoral que nos rige hoy. El bipartidismo al que estamos sometidos en España, como una suerte de dictadura consentida, utiliza exactamente la misma estrategia. Da igual escuchar a Pepe Blanco o Rubalcaba que a González Pons o Cospedal. Parecen adiestrados en la misma perrera, esa que les lleva a partirse el pecho por unas ideas que, al fin y al cabo, son las mismas. 

Para no mentiros, como no me sé los 11 principios perfectamente explicados, he decidido tomarlos prestados de otro blog, cuyo enlace es este: http://videlanghelo.wordpress.com/2008/03/03/los-11-principios-de-la-propaganda-de-goebbels/

  1. Principio de simplificación y del enemigo único. Adoptar una única idea, un único Símbolo; Individualizar al adversario en un único enemigo.
  2. Principio del método de contagio. Reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo; Los adversarios han de constituirse en suma individualizada.
  3. Principio de la transposición. Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. “Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”.
  4. Principio de la exageración y desfiguración. Convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave.
  5. Principio de la vulgarización. “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar”.
  6. Principio de orquestación. “La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas”. De aquí viene también la famosa frase: “Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad”.
  7. Principio de renovación. Hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos a un ritmo tal que cuando el adversario responda el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones.
  8. Principio de la verosimilitud. Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sondas o de informaciones fragmentarias.
  9. Principio de la silenciación. Acallar sobre las cuestiones sobre las que no se tienen argumentos y disimular las noticias que favorecen el adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.
  10. Principio de la transfusión. Por regla general la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales; se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas.
  11. Principio de la unanimidad. Llegar a convencer a mucha gente que se piensa “como todo el mundo”, creando impresión de unanimidad.
 Vaya... ¿No os suena?

La Málaga de los proyectos vacíos

De un día para otro el movimiento de los ciudadanos ha hecho que los medios de comunicación de la capital pongan su vista en pleno centro. En el Ensanche de Heredia, tras la acera sur de la Alameda Principal. Eso lleva ahí unos cuantos años, con su decadente aura de bares de prostitución, párquines y oficinas que hacen que los alrededores de los antiguos juzgados sean un sitio poco recomendable para pasear cuando las luces de los despachos se apagan por la noche.

Quizá peatonalizar no sea la solución mágica para todo, pero sí es cierto que esta zona de la capital requiere, al menos, una ordenación para que parezca un sitio habitable y no un parquin al aire libre. Cerrar algunas calles al tráfico y eliminar el aparcamiento ayudará a que las calles de este pequeño barrio sin identidad tengan, al menos, un mínimo de intimidad. Sin embargo, no cabe duda que eliminar esta buena porción de aparcamientos soliviantará a los conductores habituales de estas calles.

El alcalde, Francisco de la Torre, en su discurso de más de 75 minutos en el debate sobre el estado de la ciudad, dejó caer que en los presupuestos de 2011 habrá una partida de un millón de euros dedicada a la rehabilitación del Ensanche de Heredia. Habrá que ver, eso sí, en qué términos se realiza, si se hace según el proyecto de la plataforma ciudadana o se hace al gusto del Ayuntamiento. No sé si miedo, pero al menos hay que tener cautela.

Entre todas las sensacionales opciones que aporta la plataforma ciudadana formada por vecinos de la zona, una es la de cubrir con 'lonas creativas' los edificios en ruinas para evitar la mala imagen. ¡Vaya por Dios! Un proyecto que pretende hacer de Málaga una ciudad mejor y cae en la misma basura de siempre: tapar las vergüenzas con soluciones de segunda.

¿Para qué queremos un SoHo -como han dado en llamar al proyecto- si no somos capaces de creer en un proyecto de futuro de la ciudad? Si el Ayuntamiento o la plataforma quieren hacer un barrio lleno de vida y cultura hay que empezar por el corazón. ¿De qué sirve tener las calles limpitas y relucientes si detrás de cada portal hay escombros y vacío? De nada. Una vez más Málaga se defrauda a sí misma con proyectos sin fondo. Pasearemos, pues, entre lonas, pero no entre edificios rehabilitados con vida y que mantengan el sabor moderno de la arquitectura de la zona. Da igual, Málaga se deja tapar las vergüenzas con una simple lona.

Al final tendrá razón Antonio Soler, con eso de que "hay una maldición divina que nos impide alcanzar el tren de la modernidad". Soler lo llama "maldición divina", yo lo llamo falta de carácter, falta de actitud, falta de personalidad como ciudad. Málaga no tiene espíritu: es una lona con ciudadanos que tendemos a movernos sin pensar en el pasado ni en el futuro... y a veces ni siquiera en el presente.

La Sanidad en urgencias

Málaga y su provincia tienen algunos debates infructuosos de esos que son recurrentes cuando se acercan las elecciones. Todavía retenemos muchos en la memoria aquel macroproyecto de Celia Villalobos, maqueta incluida, son la actuación sobre el Guadalmedina. Algunas promesas son mucho más divertidas y originales, como la del puente de la bahía que serviría de circunvalación a la zona metropolitana de la capital. Interesantes todos, pero la peor señal para que un proyecto salga adelante en nuestra provincia es que los políticos lo debatan.

Como el macrohospital. Un tema que lleva visitándonos algunos años y que entre todos los políticos se están dedicando a marear la perdiz. Alguien, algún día, tuvo la 'sana' idea de decir que en Málaga faltaban camas, algo obvio pero que nadie había planteado. Y aquí se lió la marimorena y los políticos tiraron cada uno para su lado. Unos pidiendo un tercer hospital en la capital y otros queriendo montar un macrohospital -palabra deleznable, por cierto-, en definitiva, entre unos y otros montaron una discusión innecesaria e irrelevante que nos tiene con la Sanidad paralizada, igual que las obras del Comarcal del Guadalhorce.

La cosa es que, por mucho que guste la palabra macrohospital a mi me parece que ese concepto es una atrocidad. Lo que hace realmente falta, según el inexperto criterio de este que suscribe, es un tercer hospital que sea a la zona Este de Málaga lo que es el Clínico o Carlos Haya para el Oeste. Una referencia de calidad y cercana interconectada con los otros dos grandes hospitales. ¿Por qué no contar con un gran hospital, similar a los existentes, en la zona de El Candado? Lo principal de la Sanidad pública, se supone, es el trato a todos los contribuyentes -que no ciudadanos- por igual.

Lo de la Sanidad pública andaluza no es, ni mucho menos, un referente en agilidad en lo que se refiere a la anticipación de la necesidad de los ciudadanos. No tengo más que reírme cuando tiro de hemeroteca y leo que el Hospital Comarcal del Guadalhorce "se prevé que esté funcionando en 2009"... Uy, si eso ya ha pasado. Pues nada, esto será como la gran obra del Guadalmedina, que los romanos empezaron a hablar de salvar esa cicatriz de algún modo y todavía seguimos discutiendo qué hacer. Quizá mis nietos -si los tengo- puedan ir al nuevo hospital de Málaga... Incluso puede que lo hagan en Metro.

La Navidad puede esperar

Un año de estos vamos a recoger la sombrilla con espumillón. ¡Vaya tela! Con la cosa de la crisis y ayudar a los comerciantes, cada año encienden las luces de Navidad antes. En Málaga capital la amenaza se cierne en pleno mes de noviembre. Ya no esperamos siquiera al puente de la Purísima -para los más ateos puente de la Constitución-, para alimentar el consumismo exacerbado que nos acecha en estas fiestas cada vez menos familiares y más festivas. No se trata de hacer una crítica gratuita, que también daría para eso, simplemente me parece que igual que hablo de Semana Santa o Halloween, me gusta hablar de esa Navidad malagueña tan especial de unos años acá.

Igual que, de un lado, me parece excesivo comenzar con más antelación cada vez la Navidad ficticia de consumo, más excesivo me parece el turbio debate coineño sobre la religión. Ya se me fue la mano en junio de este año. Entonces, el Ayuntamiento de Coín prohibía el uso del hiyab y el burka en edificios municipales. Ahora, en un colegio público quieren quitar una imagen de la Virgen que lleva más de 40 años en las instalaciones del Carazony. Una vez más, la intransigencia del sectarismo se torna contra la tradición. Yo me pregunto, ¿qué daño hace un mosaico de la Virgen de la Fuensanta? Pues a la vista de un chaval que va al colegio, probablemente no le acabe suponiendo un trauma. Quizá sí le pueda traumatizar la falta de respeto de unos padres que buscan la confrontación en los pequeños gestos.

No entiendo qué satisfacción puede presentar para alguien conseguir que quiten un triste mosaico de la escuela de su hijo. La educación pasa por la tolerancia y el respeto a todas las culturas. A todas. Ejemplo claro de convivencia y respeto ha sido la decisión de Ceuta o Melilla de adaptar su calendario festivo a algunas fechas importantes para la numerosa población musulmana. Mientras en las ciudades autónomas, por mor de la normalización en la convivencia, se introduce una fiesta religiosa como el sacrificio del cordero, en Coín nos encargamos de cosas tan importantes como retirar una azulejo del tamaño de un folio de la vista de aquellos niños que no cursen religión.

Estamos locos, este tipo de debates supérfluos, lo único que consiguen es levantar debates dormidos en la sociedad. Debates que, más o menos superados, no tienen más interés que tapar las miserias de nuestra clase política que, con tal de no aburrirnos y hacernos pensar es capaz de sacar, día sí día también, cortinas de humo de donde nadie las espera.

A fuerza de leer y escuchar tonterías, yo me sumo a la petición. Digo yo, aquellos que no quieran mantener los días de fiesta con motivos religiosos: que los trabajen. Seguramente, esos días las administraciones y despachos de empresas públicas estén hasta arriba de funcionarios laicos militantes, que no permitiran que un ciudadano ateo o agnóstico se quede sin hacer su papeleo un 24 de diciembre a última hora de la tarde. ¡Ay, qué de tonterías!

Laura


Salí absolutamente borracho de Casa Flores. Iba hasta arriba de Florestel, y casi no veía por donde pisaba. Las aceras de calle Ancha parecían cuerdas de equilibrista a mis nublados ojos. Todavía olía a biznaga. Era de madrugada, rayando el alba, o quizá no. Aún llevaba carmín y sombra de ojos en mi camisa blanca de tela Oxford. 

No sé por qué motivo, esa tarde salí de casa con el pensamiento de volver pronto. Sólo bajé a comprar unas cervezas para la cena. Hasta la noche estaba solo en casa y me apetecía descansar. Claro, lo más acertado fue pasar del chino, donde venden la cerveza casi congelada, y acercarme al súper. Allí me esperaban cantidades ingentes de cerveza de marca desconocida y litros de Ribera del Duero. Cogí al vuelo dieciocho latas de algo que parecía cerveza con limón y cuatro litros de vino de a seis euros la botella. Con eso tendría, al menos, para un par de semanas, pensé.

Al llegar a casa recibí una llamada de Jorge. Él, siempre consecuente en sus argumentos, me puso sobre aviso. Iríamos primero a echar un rato en los chiringos de la playa de ‘Pedrega’, después cenaríamos en el Pimpi Florida y más tarde, ya surgiría algo, como era habitual. Eran las seis, lo intuí cuando vi su foto en el fondo de mi móvil y su llamada entrante, Jorge esperaba a tener el bono de llamadas para sacarle brillo al auricular de su teléfono. Descargué las bolsas del súper.

Esa semana mis padres estaban de viaje. Volvían esta misma noche, así que esperaba poder recibirlos. Después de seis días de ausencia, mi nevera se asemejaba más a la de una modelo de la talla 32 que a la de un soltero con más de 110 kilos sobre sus gordos tobillos. Los cuatro estantes y el cajón apenas acogían dos paquetes de tomatitos cherry, una bolsa con cebolla picada y varios paquetes con forraje de distinto tipo: canónigos, rúcula... Lo que nunca faltaba, y era lo que le daba el toque diferenciador, eran las latas de cerveza y el vino. 

Pero claro, los planes son los planes. No podía decir que no a Jorge y a un plan con los colegas. Además, eran mis padres los que habían estado una semana fuera y me habían abandonado a mi suerte. Allí, a mis 22 años, solo en mi casa… qué falta de tacto. Ellos en Egipto y yo abandonado.

Era sábado, y seguramente, después de cenar en el Florida acabaríamos en el centro con unos pelotazos, así que antes de meterme en la ducha decidí escoger el disfraz de la noche. Sí, el disfraz. Cuando salía con intenciones de acabar de copas en el centro me encantaba disfrazarme, como un murguista o un chirigotero, me ponía delante del espejo y escuchaba alguna de las coplillas de “El que vale, vale”, chirigota de uno de los maestros gaditanos del carnaval, el Selu. Ese día tocaba ponerse los chinos azules y la camisa blanca, era el tipo de camarero, pero me gustaba, porque un tipo con una camisa blanca impoluta es algo que encanta a las tías. Me puse los náuticos de borlas, un jersey rojo sobre los hombros y el reloj Diesel de esfera grande.

Llegué al Cohíba, allí estaba Carlos con su portátil. Un clásico. Me gustaba parar allí, más aún con Carlos. Cuando estábamos a solas esperando a los demás –era algo habitual, solían llegar casi una hora tarde- empezábamos a hablar de literatura. Él estaba enfermo. No me daba pena, porque su enfermedad no tenía cura. Estaba enamorado. En realidad todos mis amigos estaban enamorados: Jose, Luis, Jaime, Pedro y, por supuesto, Jorge. Quizá el enfermo era yo.

Entre conversaciones sobre la obra de Umbral y los artículos que su amigo Manuel Alcántara había escrito en Sur esa semana pasaron los minutos de rigor, además de cuatro medias de Cruzcampo. Empezaron a aparecer los demás. El primero Jorge, salido del mismo cuadro que yo, sólo que él hoy llevaba camisa rosa y pantalón negro. Al rato llegaron los demás. Cuando nos reunimos los siete juntamos dos mesas y empezamos a beber cervezas hasta que nos dieron las once. 

Más mal que bien anduvimos hasta las Cuatro Esquinas, buscando a tientas algo que pudiera parecerse al Pimpi. Por fin lo encontramos, y entre palmas y alegrías cantaba la Zarzamora. Corrieron las botellas del resultón vino semidulce, que ayudaba a ahogar las raciones de gambas al pil-pil y huevas. Poco a poco empezó a haber bajas en el pelotón. Quedamos cuatro: Jorge, Carlos, Jaime y yo. Los demás tenían otros quehaceres más interesantes que beber hasta la extenuación. Nunca lo entenderé.

Cogimos el nocturno camino del centro. Tardamos casi una hora y media en llegar a la plaza Mitjana. Algún día a alguien le dio por joder al bueno de Rafael Mitjana, un hombre que fue arquitecto municipal de la Málaga del XIX, y quitarle su rinconcito en Málaga para darle el rimbombante nombre de plaza del Marqués del Vado del Maestre. El imaginario colectivo es inteligente y, aunque sin saberlo, decidió que esa plaza se la merecía el arquitecto del obelisco a la libertad que preside la plaza de la Merced.

Algún tiempo atrás leí en una novela unas líneas sobre aquella plaza por la que siempre sentí admiración. Un tal Jesús Nieto quiso escribir que “la plaza del botellón se extendía, en aquellos tiempos de ensueño, estúpidamente cuadrangular en torno a un obelisco pretendidamente masónico. Bajo una coraza de suelo, un general liberal padecía un duermevela hacia la eternidad interrumpido, quizá, por el tintineo de los hielos o los navajazos esquivos que se presentaban en la noche sin luna”. De aquello hace ya años. Ahora el botellón está prohibido, pero el azar y el destino han querido mantener a Rafael Mitjana como dueño de los hígados alcoholizados de las nuevas generaciones de malagueños: de su obelisco a su plaza.

Eran casi las dos, y las relaciones públicas de los bares nos apedreaban con sus malditos tacos de descuentos. Pasaba de entrar a eso garitos, yo quería parar en Fernando. El bar, por llamarlo de alguna manera, también era apodado “el guarro” o “el sucio”, pero nunca llegué a alcanzar el por qué de esa definición. Quizá que no tuviera pinzas para el hielo era una de las posibles respuestas o a lo mejor las leyendas que corrían sobre aquel altillo tapado con una tela de lunares digna de carriola rociera cutre.

La que más me gustaba, y habitualmente era comentada por la parroquia, era esa que hablaba de la mugre que se acumulaba en el tablao que se alzaba a un par de metros del suelo. Decían que cuando Fernando, el dueño, subía a por latas y botellas para los gintónics y pelotazos parecía que se transformara y entrase en una nueva dimensión. Decían que se escuchaban gritos de niños, pero yo siempre lo achaqué a que, seguramente, allí arriba viviera toda una familia de ratas que chillaran porque les molestaba la presencia de toda aquella caterva de niñatos pijos indeseables que por ahorrarse dos duros iban a fastidiarles. Allí estaba yo. Aparentemente pijo, borracho y con cuatro perras en el bolsillo, pero con ganas de seguir emborrachándome.

En aquellas ocasiones siempre aparecía la mágica cartera de Jaime. Era como Doraemon, de su bolsillo salían los inventos más inimaginables. Jaime es un tipo peculiar. Si existe una persona con una percepción de la amistad inquebrantable, ese es él. Digo que es un tipo peculiar porque siempre me recordó a aquellos matones de El Padrino. Era una mezcla entre el inteligente Tom Hagen y el matón Luca Brassi. Tenía su honor y el de sus amigos por bandera, no era un tipo peligroso, ni siquiera entraba al trapo cuando lo buscaban, pero no sería yo quien se metiese con un chico con un brazo con el grosor de una barra de palio del trono de la Esperanza. Jaime llevaba ese día en su cartera la tarjeta de crédito de su padre. Se sabía el número secreto –cuántas veces le había hecho ir a sacar pasta- y además, como su apellido es compuesto en la tarjeta sólo cabe el primer apellido que, casualmente, era el mismo.

Echamos un buen rato hasta que Fernando se enfadó y nos echó. Ni siquiera sé la de copas que nos metimos entre pecho y espalda. Todo eso era sólo una preparación. Jorge y Jaime se tenían que marchar a las tres y media y eso hicieron. Me dejaron a solas con Carlos, de nuevo. Entablamos un rato de conversación en uno de los bancos de afuera mientras apurábamos los últimos tragos de nuestros pelotazos. Creo que la conversación derivó de tal manera que empezamos hablando de las teorías liberales de la política moderna, sobre su inexistencia, sobre su pertinencia, pero, como siempre, acabamos imitándonos el uno al otro y comparando nuestra vida con escenas de series americanas como Padre de Familia o Los Simpsons: “Te acuerdas cuando Homer…”.

Mastiqué el último trozo de hielo de mi copa, saboreé los estertores del amargo sabor del gintónic y tiré el vaso a la papelera. Me sorprendió mi actitud cívica, más aún cuando mi sangre, por si sola, podría desinfectar cualquier herida gracias a la cantidad de alcohol que llevaba.

Mientras escupía un poco de pulpa de limón que me molestaba entre dos dientes, miré a Carlos. Estaba casi muerto. Es probable que en cualquier momento de la conversación hubiera perdido la consciencia. De todos modos yo estaba casi como él, pero en las borracheras me daba por hablar y hablar.

La plaza Mitjana estaba eternamente en obras. Justo al lado de Fernando había una cuba de obras y había varias varas de metal que habían sido, en su día, varillas corrugadas que ayudaban a mantener en pie los pilares del edificio, ahora vestido por fuera pero sin entrañas. Tomé prestada una, medía aproximadamente metro y medio. La empuñé y desde lo lejos toqué a Carlos con el palo. Vi que reaccionaba. Solté el palo en su sitio y le desperté a bofetadas. No sé cómo, pero Carlos quiso hacerse el interesante y se marchó solo. Tocó las paredes de las cuatro esquinas de la plaza en su lento caminar, pero conseguí perderlo de vista. 

Cuando Carlos salía en dirección a calle Lazcano apareció ella. Laura. Durante mis años de colegio Laura siempre se sentaba en las bancas del centro, junto a una de sus mejores amigas. Aquéllos, he de reconocerlo, fueron los años que más marcaron mi vida. Por culpa de Laura, mis cánones de belleza se formaron en torno a su ideal. Ella no me permitía mirar más allá. Me ató de pies y manos. Me hizo desearla de forma inimaginable, casi excesiva. Sin embargo, lo peor de todo, ella no lo sabía.

Allí, pasó como un suspiro, dobló la esquina y desapareció. Me puse nervioso. La supe reconocer tras siete años sin tener noticias suyas. Un día, hace tres o cuatro años, pasaba por el Limonar con mi coche y me pareció verla en la ventanilla del acompañante de un lujoso coche rojo. Era ella. Seguro. 

Su larga cabellera llevaba entretejida una biznaga que parecía caída del cielo. El espesor de su melena era suficiente para mantener aquella pieza de ingeniería manual sin más movimiento que el que le dotaba el contoneo de sus caderas, y que hacía rebotar su poderoso trasero a cada paso que daba. De color moreno, el color de las gitanas, así era su tez, casi marrón. Su boca estaba coronada por un lunar más negro aún, un lunar que resaltaba sus carnosos labios ávidos de hombre. Sus pechos, que rozaban la perfección, acompañaban sin rubor a la belleza de su rostro, a su mencionado trasero y a su espectacular melena negra. Toda esa singular beldad se convertía en sublime cuando abría los ojos de par en par. Gigantes, sus ojos marrón oscuro iluminaban cualquier lugar, por oscuro que estuviera. Además, el maquillaje preciso encuadraba a la mejor obra que ningún hombre pudiera imaginar: kilométricas pestañas, labios rojo pasión, el contorno de los ojos enmarcado en negro…

Esa era Laura.

Durante los segundos en que pude admirarla recordé a aquella Laura que llevaba los polos blancos con una talla menos y la falda con varias vueltas dadas en la cintura. Sin duda, Laura se gustaba. Con sólo una caída de ojos, Laura hacía tambalear toda mi vida. Ahora, sin siquiera mirarme, me había puesto nervioso. La primavera…

También me sobró tiempo para deleitarme con su forma de vestir. Un vaporoso vestido blanco con estampados en varios colores, un bolso en tela de arpillera beige y remates en cuero marrón a juego con unos tacones kilométricos que resaltaban sus piernas, sus gemelos, su trasero… No pude más que suspirar. Un suspiro tan largo que me hizo perder la noción del tiempo.

Salí corriendo, al rato, a buscar a Carlos. Aunque fueran las cinco, la noche no podía acabar. Necesitaba encontrar a Laura y necesitaba la ayuda de Carlos. Él, mejor que nadie, podría entender lo que significaba ella para mí. Durante años había estado escuchando sus batallitas, que casi dan para una novela, sobre una tal Estefanía, rubia y perfecta –según me contaba él-. Ahora le tocaba a él aguantar mis batallitas sobre Laura. 

Di con él en la puerta de la iglesia de los Mártires. Estaba, otra vez, tirado en el suelo. Un grupo de merdellones jugueteaba con él, se reían, pero no le hacían daño. Iban tan borrachos como nosotros. Les pedí perdón por el estado en el que estaba mi amigo, lo levanté y nos fuimos a sentar de nuevo a Mitjana.

Allí, con un botellín de agua y una lata de cocacola que le compramos al chino de calle Comedias nos recuperamos. Le conté a Carlos todo lo que me había pasado mientras él vagaba errante por las calles. Se sorprendió, jamás pensó que yo pudiera haber tenido esa dependencia de una mujer. No se lo creía. Me hizo una pregunta a la que no dudé en responderle. Quiso saber si, pese a haber tenido novias esa chica era tan importante para mí. Ella era la excusa que me despertaba cada mañana.

Le pedí por favor que me ayudara a buscarla. Sabía que ella me estaba esperando en algún lugar. Si la había visto, aunque fuera de pasada esa noche, precisamente esa noche en la que la luna estaba preñada, era porque alguien quería que volviera a verla. Carlos me entendió. Nos levantamos como si lleváramos doce horas durmiendo, nos encaminamos a calle Convalecientes, allí había uno de los pocos garitos que quedaban abiertos a esa hora. Entramos, después de abonar las entradas a precio de oro, y me dispuse a recorrer el local. Estaba a reventar. Mi maldita forma de ser, habitualmente abierta y dicharachera me había de jugar una mala pasada esta noche. Tardé casi una hora en cruzar el local entre saludos, abrazos, copas y chácharas sin sentido y vacuas. Perdí a Carlos. O quizá él se perdió.

Empezaron a encenderse las luces del local, el DJ cerró la noche con Alejandro Sanz, el cantante preferido de Laura cuando cursábamos bachillerato. Las coincidencias seguían. Escuchar ‘Lo ves’ me rellenó la barra de energía y me henchí de valor, más si cabe. Removí Roma con Santiago en el local. Ya sólo había parejas magreandose lascivamente, borrachos tirados en las esquinas y camareras con el escote generoso recargando cámaras frigoríficas. Eso era todo. Fui al baño, pero el guardia de seguridad no me dejó pasar. Debió verme alterado y pensó que iba puesto. No quería problemas, así que di media vuelta con el orgullo herido. Allí no estaba Laura.

Me senté en la barra a hablar con uno de esos borrachos destrozados. Él estaba mal, pero mañana no recordaría nada. Yo llevaba siete años recordando a un espectro que hoy se me había vuelto a aparecer. Comencé a aceptar mi derrota. Quienquiera que fuese el que me había puesto la zanahoria, ahora me estaba azotando con el palo.

Cabizbajo, pedí un botellín de agua a una camarera rubia. Era un cañón de mujer, pechos operados, la melena le llegaba hasta el culo, perfecto, por cierto. Fui a pagarle lo que me pidiera y me miró con cara de ternura. Creo que sabía que yo estaba allí haciendo el gilipollas. Me regaló la botella y entendí de sus labios unas palabras de ánimo. No sería el primer hombre destrozado al que veía. Seguro que no. Seguro que ella misma había roto a miles. Seguro que esa misma noche, más de uno se había dejado llevar por las fantasías y ella, con su bastón de mando en forma de pechos, las había aplastado con una simple mueca de disgusto.

Sin embargo a mi me trató con ternura. Me cogió la mano y me la besó. Yo le hice un desaire e inmediatamente, por miedo a que se enfadara le pedí disculpas. No era una buena noche para tontear conmigo. Hablé con ella unos minutos, como si la conociera de toda la vida. Su expresión cambiaba a cada momento. María, como se llamaba la camarera, sentía auténtica compasión por mí. Sabía que sería capaz de rechazar cualquier proposición que me hiciera, algo a lo que ella no estaba acostumbrada. Todos los hombres sucumbían a sus pies.

Ahora empecé a creer que sentía admiración. Después de contarle toda la historia de los siete años de locura por una mujer hablamos sobre nuestra noche. Ella, como habitualmente, había recibido piropos, propuestas y cantidad de miradas libidinosas. Pero estaba acostumbrada. Pero yo no estaba acostumbrado a ver a mi ángel pasar por delante de mis narices. Laura había bajado del cielo para aparecerse.

Sí, había bajado del cielo. Así me gustaba llamar a Madrid. Cuando acabamos el colegio, ella se fue a estudiar allí. Durante un tiempo guardé su teléfono en la memoria de mi móvil, pero quizá fue cuando me robaron aquel Nokia un martes de verano en el túnel cuando perdí, además de la dignidad, su teléfono. Perdí un número y cualquier contacto con ella.

Aquel cielo que era Madrid me acogió durante un año. Pero buscarla habría sido infructuoso, así que decidí disfrutar y poder pensar que respiraba el mismo aire que ella. 

Cuando cerró aquel garito eran más de las seis y media. Los amaneceres de Málaga tienen un halo embriagador. Cuánto más en primavera, con naranjos en flor, la luna llena y esas nubecillas traviesas que juegan a vacilarnos con amenazas de lluvia.

Pero la mañana se me iluminó en un instante. Era ella. Sentada en el escalón de la entrada trasera de la sacristía de la iglesia de los Mártires. Allí estaba. A lo lejos entreví sus preciosos ojos cristalinos, con apariencia de haber llorado. Efectivamente. Di un paso largo hacia delante y ella, con la mirada gacha, me confirmó que estaba llorando. Tenía una rosa roja en la mano.

Me fijé en como su pelo caía sobre sus hombros semidesnudos. Observé como tiraba la rosa con furia y la pisoteaba. Fue en el fragor de esa lucha contra el odio convertido en flor cuando su vestido de deslizó y dejó sus piernas al descubierto. 

Lloraba, pero era invisible para los asquerosos borrachos, como yo, que buscaban llevarse algo a la boca: ya fuera un perrito caliente o una chica distraída a la que sus amigas hubieran abandonado por otros menesteres más placenteros. Yo no quería nada, pero lo necesitaba todo. Me armé de ese valor estúpido que nunca tuve y avancé con paso decidido por calle Convalencientes.

No sé si por miedo o simplemente como reacción natural, ella levantó la cabeza y me vio acercarme rápidamente. Me miró como quien mira a un perro callejero. Seguro que ella era consciente de que sentía pena por verla allí sentada, sola y llorando. Pero estoy más seguro de que yo le daba mucha más lástima. Allí estaba, tirado en medio de la calle. Le pedí permiso para sentarme junto a ella, pero me lo negó con la cabeza. Le rogué que me disculpase, y la llamé por su nombre. Se sorprendió. Sólo nos separaba un metro, una distancia que me permití dejarle como respuesta a su inicial desaire. 

Levantó la cabeza de nuevo, me preguntó que de qué la conocía. No supe contestar. Me di la vuelta como disculpándome de nuevo, como si todo eso sólo hubiese sido un traspié de la vida y la cosa no hubiera ido con ninguno de los dos. Pero no me dio tiempo a dar siquiera el primer paso. Ella se agarró a la pernera de mis chinos azules. ¿Juan?

Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. El que hubiera dejado a Laura en Málaga lo había hecho para eso. La melodía de su voz me devolvió la inocencia que había perdido. Se levantó, se enjugó las lágrimas en un puerco pañuelo de papel para hacerse la fuerte y me abrazó. Yo no sabía qué hacer. No podía ser. Se acordaba de mí. Le correspondí el abrazo con un fuerte beso en la mejilla, carnosa y receptiva. 

Los dos temblábamos: ella de frío, yo de rubor, de miedo, de inocencia, de años perdidos… Quise creer que a las siete menos cuarto de aquella mañana de domingo alguien quería reírse de mí.

“He pensado tanto en ti en estos años”, me espetó. “Maldita seas”, pensé. Cuando venía a Málaga desde el cielo dormía en casa de sus padres en el Limonar, le dije que me gustaría invitarla a pasar un rato conmigo, más tranquilos, en otro sitio. Ella accedió. Quería saber de mí y yo de ella.

Se me ocurrió pensar en irnos a un hotel. Pensé que quizá se ofendería. Qué coño, el maldito cabrón que la había echado del cielo quería que estuviera conmigo. Accedió a venir conmigo a un hotel junto al Centro de Arte Contemporáneo. Paseamos tranquilamente mientras admirábamos un rio rebosante de alegría y agua, como nosotros. Llegamos a calle Alemania y subimos a la habitación. Por el camino nos cruzamos con un par de conocidos de mi familia, que solían frecuentar aquel hotel para fornicar con travestis. Ni les eché cuentas.

Estaba centrado en ella, en su voz, que no había parado de hablar alegremente durante el paseo. Ahora necesitaba estar con ella, a solas, como quise hace siete años pero el hado dijo que no era mi momento. Hoy había apostado todas por ella. Gané.

Nos sentamos en el estribo de la cama y comenzamos a besarnos como dos niños de quince años. Eso es lo que éramos. Nos desnudamos tan descaradamente que nos arañamos, nos mordimos, nos tiramos de los pelos, disfrutamos salvajemente de los besos, sólo de los besos. Besos desnudos.

Pero los niños se fueron, llegaron los adolescentes, más tarde aparecieron los adultos… Estuvimos aprovechando aquel frasco de una hora que contenía siete años de pasión. Mientras ella me clavaba las uñas en la espalda yo recogía su melena en mi puño. Sus piernas se recogieron en torno a mi cintura. Abrazados y sentados sobre la cama continuamos con el ritual, con una compenetración cuasi divina. Concluimos una coreografía que nunca ensayamos, y que no podríamos volver a repetir. Todo pasó en una hora, y a los dos nos supo a poco. Caímos rendidos como piedras.

No pasó mucho tiempo, yo apenas pude cerrar los ojos. No podía creer que todo aquello hubiera pasado en esa noche. Laura estaba apretando sus pechos contra mi espalda, me rodeaba con su brazo izquierdo, mientras su brazo derecho todavía me tocaba la nuca que hacía un rato me estaba acariciando.

Quise alargar aquel momento eternamente, pero algo me hizo ver que aquella noche tenía que terminar. Sentí la imperiosa necesidad de desaparecer. Y lo hice. Al levantarme me embriagué con el aroma de la biznaga que horas antes marcó la estela del ángel que se apareció en la plaza de Mitjana. Otra vez Mitjana. 

Salí de la habitación del hotel sin que ella se diera cuenta. Le dejé una nota. Pagué en la recepción, pedí que no molestaran en mi habitación, y que si fuera necesario pagaría otra noche. Fui camino del Perchel. Allí me encontré a mi mejor amigo, el vino. Él me dio refugio.
La mañana era pura y la gente, arreglada como se acicalaban los antiguos los domingos para ir a misa, entraba en Casa Flores a desayunar. Todos me miraban mal, olía a vino rancio, a barrica maltratada. Ahí estaba, con mi catavinos a las diez y media de la mañana, y sólo era el primero.

Pasaron horas y vinos a puñados. Quise reflexionar, al principio, pero al cuarto vino, ese maldito cabrón que me había mandado a Laura quiso dejarme claro que sólo era para volver a reírse de mí. Lo que él no sabe es que yo me reí de él. Laura no es sólo una mujer. Laura es todas las mujeres que han pasado y pasarán por mi vida. Pero nunca será para mí.

Salí absolutamente borracho de Casa Flores. Iba hasta arriba de Florestel, y casi no veía por donde pisaba. Las aceras de calle Ancha parecían cuerdas de equilibrista a mis nublados ojos. Todavía olía a biznaga. Unas horas antes había degustado el placer de manos de una mujer que ya no acertaba a recordar. Aún llevaba carmín y sombra de ojos en mi camisa blanca de tela Oxford. Era más tarde del mediodía del Domingo de Ramos. Este año también estrené algo, como mi madre me enseñó. Esta vez no fue una camisa, ni unos calcetines. Por fin estrené mi pasado, tan mal usado…