Salí absolutamente borracho de Casa Flores. Iba hasta arriba de Florestel, y casi no veía por donde pisaba. Las aceras de calle Ancha parecían cuerdas de equilibrista a mis nublados ojos. Todavía olía a biznaga. Era de madrugada, rayando el alba, o quizá no. Aún llevaba carmín y sombra de ojos en mi camisa blanca de tela Oxford.
No sé por qué motivo, esa tarde salí de casa con el pensamiento de volver pronto. Sólo bajé a comprar unas cervezas para la cena. Hasta la noche estaba solo en casa y me apetecía descansar. Claro, lo más acertado fue pasar del chino, donde venden la cerveza casi congelada, y acercarme al súper. Allí me esperaban cantidades ingentes de cerveza de marca desconocida y litros de Ribera del Duero. Cogí al vuelo dieciocho latas de algo que parecía cerveza con limón y cuatro litros de vino de a seis euros la botella. Con eso tendría, al menos, para un par de semanas, pensé.
Al llegar a casa recibí una llamada de Jorge. Él, siempre consecuente en sus argumentos, me puso sobre aviso. Iríamos primero a echar un rato en los chiringos de la playa de ‘Pedrega’, después cenaríamos en el Pimpi Florida y más tarde, ya surgiría algo, como era habitual. Eran las seis, lo intuí cuando vi su foto en el fondo de mi móvil y su llamada entrante, Jorge esperaba a tener el bono de llamadas para sacarle brillo al auricular de su teléfono. Descargué las bolsas del súper.
Esa semana mis padres estaban de viaje. Volvían esta misma noche, así que esperaba poder recibirlos. Después de seis días de ausencia, mi nevera se asemejaba más a la de una modelo de la talla 32 que a la de un soltero con más de 110 kilos sobre sus gordos tobillos. Los cuatro estantes y el cajón apenas acogían dos paquetes de tomatitos cherry, una bolsa con cebolla picada y varios paquetes con forraje de distinto tipo: canónigos, rúcula... Lo que nunca faltaba, y era lo que le daba el toque diferenciador, eran las latas de cerveza y el vino.
Pero claro, los planes son los planes. No podía decir que no a Jorge y a un plan con los colegas. Además, eran mis padres los que habían estado una semana fuera y me habían abandonado a mi suerte. Allí, a mis 22 años, solo en mi casa… qué falta de tacto. Ellos en Egipto y yo abandonado.
Era sábado, y seguramente, después de cenar en el Florida acabaríamos en el centro con unos pelotazos, así que antes de meterme en la ducha decidí escoger el disfraz de la noche. Sí, el disfraz. Cuando salía con intenciones de acabar de copas en el centro me encantaba disfrazarme, como un murguista o un chirigotero, me ponía delante del espejo y escuchaba alguna de las coplillas de “El que vale, vale”, chirigota de uno de los maestros gaditanos del carnaval, el Selu. Ese día tocaba ponerse los chinos azules y la camisa blanca, era el tipo de camarero, pero me gustaba, porque un tipo con una camisa blanca impoluta es algo que encanta a las tías. Me puse los náuticos de borlas, un jersey rojo sobre los hombros y el reloj Diesel de esfera grande.
Llegué al Cohíba, allí estaba Carlos con su portátil. Un clásico. Me gustaba parar allí, más aún con Carlos. Cuando estábamos a solas esperando a los demás –era algo habitual, solían llegar casi una hora tarde- empezábamos a hablar de literatura. Él estaba enfermo. No me daba pena, porque su enfermedad no tenía cura. Estaba enamorado. En realidad todos mis amigos estaban enamorados: Jose, Luis, Jaime, Pedro y, por supuesto, Jorge. Quizá el enfermo era yo.
Entre conversaciones sobre la obra de Umbral y los artículos que su amigo Manuel Alcántara había escrito en Sur esa semana pasaron los minutos de rigor, además de cuatro medias de Cruzcampo. Empezaron a aparecer los demás. El primero Jorge, salido del mismo cuadro que yo, sólo que él hoy llevaba camisa rosa y pantalón negro. Al rato llegaron los demás. Cuando nos reunimos los siete juntamos dos mesas y empezamos a beber cervezas hasta que nos dieron las once.
Más mal que bien anduvimos hasta las Cuatro Esquinas, buscando a tientas algo que pudiera parecerse al Pimpi. Por fin lo encontramos, y entre palmas y alegrías cantaba la Zarzamora. Corrieron las botellas del resultón vino semidulce, que ayudaba a ahogar las raciones de gambas al pil-pil y huevas. Poco a poco empezó a haber bajas en el pelotón. Quedamos cuatro: Jorge, Carlos, Jaime y yo. Los demás tenían otros quehaceres más interesantes que beber hasta la extenuación. Nunca lo entenderé.
Cogimos el nocturno camino del centro. Tardamos casi una hora y media en llegar a la plaza Mitjana. Algún día a alguien le dio por joder al bueno de Rafael Mitjana, un hombre que fue arquitecto municipal de la Málaga del XIX, y quitarle su rinconcito en Málaga para darle el rimbombante nombre de plaza del Marqués del Vado del Maestre. El imaginario colectivo es inteligente y, aunque sin saberlo, decidió que esa plaza se la merecía el arquitecto del obelisco a la libertad que preside la plaza de la Merced.
Algún tiempo atrás leí en una novela unas líneas sobre aquella plaza por la que siempre sentí admiración. Un tal Jesús Nieto quiso escribir que “la plaza del botellón se extendía, en aquellos tiempos de ensueño, estúpidamente cuadrangular en torno a un obelisco pretendidamente masónico. Bajo una coraza de suelo, un general liberal padecía un duermevela hacia la eternidad interrumpido, quizá, por el tintineo de los hielos o los navajazos esquivos que se presentaban en la noche sin luna”. De aquello hace ya años. Ahora el botellón está prohibido, pero el azar y el destino han querido mantener a Rafael Mitjana como dueño de los hígados alcoholizados de las nuevas generaciones de malagueños: de su obelisco a su plaza.
Eran casi las dos, y las relaciones públicas de los bares nos apedreaban con sus malditos tacos de descuentos. Pasaba de entrar a eso garitos, yo quería parar en Fernando. El bar, por llamarlo de alguna manera, también era apodado “el guarro” o “el sucio”, pero nunca llegué a alcanzar el por qué de esa definición. Quizá que no tuviera pinzas para el hielo era una de las posibles respuestas o a lo mejor las leyendas que corrían sobre aquel altillo tapado con una tela de lunares digna de carriola rociera cutre.
La que más me gustaba, y habitualmente era comentada por la parroquia, era esa que hablaba de la mugre que se acumulaba en el tablao que se alzaba a un par de metros del suelo. Decían que cuando Fernando, el dueño, subía a por latas y botellas para los gintónics y pelotazos parecía que se transformara y entrase en una nueva dimensión. Decían que se escuchaban gritos de niños, pero yo siempre lo achaqué a que, seguramente, allí arriba viviera toda una familia de ratas que chillaran porque les molestaba la presencia de toda aquella caterva de niñatos pijos indeseables que por ahorrarse dos duros iban a fastidiarles. Allí estaba yo. Aparentemente pijo, borracho y con cuatro perras en el bolsillo, pero con ganas de seguir emborrachándome.
En aquellas ocasiones siempre aparecía la mágica cartera de Jaime. Era como Doraemon, de su bolsillo salían los inventos más inimaginables. Jaime es un tipo peculiar. Si existe una persona con una percepción de la amistad inquebrantable, ese es él. Digo que es un tipo peculiar porque siempre me recordó a aquellos matones de El Padrino. Era una mezcla entre el inteligente Tom Hagen y el matón Luca Brassi. Tenía su honor y el de sus amigos por bandera, no era un tipo peligroso, ni siquiera entraba al trapo cuando lo buscaban, pero no sería yo quien se metiese con un chico con un brazo con el grosor de una barra de palio del trono de la Esperanza. Jaime llevaba ese día en su cartera la tarjeta de crédito de su padre. Se sabía el número secreto –cuántas veces le había hecho ir a sacar pasta- y además, como su apellido es compuesto en la tarjeta sólo cabe el primer apellido que, casualmente, era el mismo.
Echamos un buen rato hasta que Fernando se enfadó y nos echó. Ni siquiera sé la de copas que nos metimos entre pecho y espalda. Todo eso era sólo una preparación. Jorge y Jaime se tenían que marchar a las tres y media y eso hicieron. Me dejaron a solas con Carlos, de nuevo. Entablamos un rato de conversación en uno de los bancos de afuera mientras apurábamos los últimos tragos de nuestros pelotazos. Creo que la conversación derivó de tal manera que empezamos hablando de las teorías liberales de la política moderna, sobre su inexistencia, sobre su pertinencia, pero, como siempre, acabamos imitándonos el uno al otro y comparando nuestra vida con escenas de series americanas como Padre de Familia o Los Simpsons: “Te acuerdas cuando Homer…”.
Mastiqué el último trozo de hielo de mi copa, saboreé los estertores del amargo sabor del gintónic y tiré el vaso a la papelera. Me sorprendió mi actitud cívica, más aún cuando mi sangre, por si sola, podría desinfectar cualquier herida gracias a la cantidad de alcohol que llevaba.
Mientras escupía un poco de pulpa de limón que me molestaba entre dos dientes, miré a Carlos. Estaba casi muerto. Es probable que en cualquier momento de la conversación hubiera perdido la consciencia. De todos modos yo estaba casi como él, pero en las borracheras me daba por hablar y hablar.
La plaza Mitjana estaba eternamente en obras. Justo al lado de Fernando había una cuba de obras y había varias varas de metal que habían sido, en su día, varillas corrugadas que ayudaban a mantener en pie los pilares del edificio, ahora vestido por fuera pero sin entrañas. Tomé prestada una, medía aproximadamente metro y medio. La empuñé y desde lo lejos toqué a Carlos con el palo. Vi que reaccionaba. Solté el palo en su sitio y le desperté a bofetadas. No sé cómo, pero Carlos quiso hacerse el interesante y se marchó solo. Tocó las paredes de las cuatro esquinas de la plaza en su lento caminar, pero conseguí perderlo de vista.
Cuando Carlos salía en dirección a calle Lazcano apareció ella. Laura. Durante mis años de colegio Laura siempre se sentaba en las bancas del centro, junto a una de sus mejores amigas. Aquéllos, he de reconocerlo, fueron los años que más marcaron mi vida. Por culpa de Laura, mis cánones de belleza se formaron en torno a su ideal. Ella no me permitía mirar más allá. Me ató de pies y manos. Me hizo desearla de forma inimaginable, casi excesiva. Sin embargo, lo peor de todo, ella no lo sabía.
Allí, pasó como un suspiro, dobló la esquina y desapareció. Me puse nervioso. La supe reconocer tras siete años sin tener noticias suyas. Un día, hace tres o cuatro años, pasaba por el Limonar con mi coche y me pareció verla en la ventanilla del acompañante de un lujoso coche rojo. Era ella. Seguro.
Su larga cabellera llevaba entretejida una biznaga que parecía caída del cielo. El espesor de su melena era suficiente para mantener aquella pieza de ingeniería manual sin más movimiento que el que le dotaba el contoneo de sus caderas, y que hacía rebotar su poderoso trasero a cada paso que daba. De color moreno, el color de las gitanas, así era su tez, casi marrón. Su boca estaba coronada por un lunar más negro aún, un lunar que resaltaba sus carnosos labios ávidos de hombre. Sus pechos, que rozaban la perfección, acompañaban sin rubor a la belleza de su rostro, a su mencionado trasero y a su espectacular melena negra. Toda esa singular beldad se convertía en sublime cuando abría los ojos de par en par. Gigantes, sus ojos marrón oscuro iluminaban cualquier lugar, por oscuro que estuviera. Además, el maquillaje preciso encuadraba a la mejor obra que ningún hombre pudiera imaginar: kilométricas pestañas, labios rojo pasión, el contorno de los ojos enmarcado en negro…
Esa era Laura.
Durante los segundos en que pude admirarla recordé a aquella Laura que llevaba los polos blancos con una talla menos y la falda con varias vueltas dadas en la cintura. Sin duda, Laura se gustaba. Con sólo una caída de ojos, Laura hacía tambalear toda mi vida. Ahora, sin siquiera mirarme, me había puesto nervioso. La primavera…
También me sobró tiempo para deleitarme con su forma de vestir. Un vaporoso vestido blanco con estampados en varios colores, un bolso en tela de arpillera beige y remates en cuero marrón a juego con unos tacones kilométricos que resaltaban sus piernas, sus gemelos, su trasero… No pude más que suspirar. Un suspiro tan largo que me hizo perder la noción del tiempo.
Salí corriendo, al rato, a buscar a Carlos. Aunque fueran las cinco, la noche no podía acabar. Necesitaba encontrar a Laura y necesitaba la ayuda de Carlos. Él, mejor que nadie, podría entender lo que significaba ella para mí. Durante años había estado escuchando sus batallitas, que casi dan para una novela, sobre una tal Estefanía, rubia y perfecta –según me contaba él-. Ahora le tocaba a él aguantar mis batallitas sobre Laura.
Di con él en la puerta de la iglesia de los Mártires. Estaba, otra vez, tirado en el suelo. Un grupo de merdellones jugueteaba con él, se reían, pero no le hacían daño. Iban tan borrachos como nosotros. Les pedí perdón por el estado en el que estaba mi amigo, lo levanté y nos fuimos a sentar de nuevo a Mitjana.
Allí, con un botellín de agua y una lata de cocacola que le compramos al chino de calle Comedias nos recuperamos. Le conté a Carlos todo lo que me había pasado mientras él vagaba errante por las calles. Se sorprendió, jamás pensó que yo pudiera haber tenido esa dependencia de una mujer. No se lo creía. Me hizo una pregunta a la que no dudé en responderle. Quiso saber si, pese a haber tenido novias esa chica era tan importante para mí. Ella era la excusa que me despertaba cada mañana.
Le pedí por favor que me ayudara a buscarla. Sabía que ella me estaba esperando en algún lugar. Si la había visto, aunque fuera de pasada esa noche, precisamente esa noche en la que la luna estaba preñada, era porque alguien quería que volviera a verla. Carlos me entendió. Nos levantamos como si lleváramos doce horas durmiendo, nos encaminamos a calle Convalecientes, allí había uno de los pocos garitos que quedaban abiertos a esa hora. Entramos, después de abonar las entradas a precio de oro, y me dispuse a recorrer el local. Estaba a reventar. Mi maldita forma de ser, habitualmente abierta y dicharachera me había de jugar una mala pasada esta noche. Tardé casi una hora en cruzar el local entre saludos, abrazos, copas y chácharas sin sentido y vacuas. Perdí a Carlos. O quizá él se perdió.
Empezaron a encenderse las luces del local, el DJ cerró la noche con Alejandro Sanz, el cantante preferido de Laura cuando cursábamos bachillerato. Las coincidencias seguían. Escuchar ‘Lo ves’ me rellenó la barra de energía y me henchí de valor, más si cabe. Removí Roma con Santiago en el local. Ya sólo había parejas magreandose lascivamente, borrachos tirados en las esquinas y camareras con el escote generoso recargando cámaras frigoríficas. Eso era todo. Fui al baño, pero el guardia de seguridad no me dejó pasar. Debió verme alterado y pensó que iba puesto. No quería problemas, así que di media vuelta con el orgullo herido. Allí no estaba Laura.
Me senté en la barra a hablar con uno de esos borrachos destrozados. Él estaba mal, pero mañana no recordaría nada. Yo llevaba siete años recordando a un espectro que hoy se me había vuelto a aparecer. Comencé a aceptar mi derrota. Quienquiera que fuese el que me había puesto la zanahoria, ahora me estaba azotando con el palo.
Cabizbajo, pedí un botellín de agua a una camarera rubia. Era un cañón de mujer, pechos operados, la melena le llegaba hasta el culo, perfecto, por cierto. Fui a pagarle lo que me pidiera y me miró con cara de ternura. Creo que sabía que yo estaba allí haciendo el gilipollas. Me regaló la botella y entendí de sus labios unas palabras de ánimo. No sería el primer hombre destrozado al que veía. Seguro que no. Seguro que ella misma había roto a miles. Seguro que esa misma noche, más de uno se había dejado llevar por las fantasías y ella, con su bastón de mando en forma de pechos, las había aplastado con una simple mueca de disgusto.
Sin embargo a mi me trató con ternura. Me cogió la mano y me la besó. Yo le hice un desaire e inmediatamente, por miedo a que se enfadara le pedí disculpas. No era una buena noche para tontear conmigo. Hablé con ella unos minutos, como si la conociera de toda la vida. Su expresión cambiaba a cada momento. María, como se llamaba la camarera, sentía auténtica compasión por mí. Sabía que sería capaz de rechazar cualquier proposición que me hiciera, algo a lo que ella no estaba acostumbrada. Todos los hombres sucumbían a sus pies.
Ahora empecé a creer que sentía admiración. Después de contarle toda la historia de los siete años de locura por una mujer hablamos sobre nuestra noche. Ella, como habitualmente, había recibido piropos, propuestas y cantidad de miradas libidinosas. Pero estaba acostumbrada. Pero yo no estaba acostumbrado a ver a mi ángel pasar por delante de mis narices. Laura había bajado del cielo para aparecerse.
Sí, había bajado del cielo. Así me gustaba llamar a Madrid. Cuando acabamos el colegio, ella se fue a estudiar allí. Durante un tiempo guardé su teléfono en la memoria de mi móvil, pero quizá fue cuando me robaron aquel Nokia un martes de verano en el túnel cuando perdí, además de la dignidad, su teléfono. Perdí un número y cualquier contacto con ella.
Aquel cielo que era Madrid me acogió durante un año. Pero buscarla habría sido infructuoso, así que decidí disfrutar y poder pensar que respiraba el mismo aire que ella.
Cuando cerró aquel garito eran más de las seis y media. Los amaneceres de Málaga tienen un halo embriagador. Cuánto más en primavera, con naranjos en flor, la luna llena y esas nubecillas traviesas que juegan a vacilarnos con amenazas de lluvia.
Pero la mañana se me iluminó en un instante. Era ella. Sentada en el escalón de la entrada trasera de la sacristía de la iglesia de los Mártires. Allí estaba. A lo lejos entreví sus preciosos ojos cristalinos, con apariencia de haber llorado. Efectivamente. Di un paso largo hacia delante y ella, con la mirada gacha, me confirmó que estaba llorando. Tenía una rosa roja en la mano.
Me fijé en como su pelo caía sobre sus hombros semidesnudos. Observé como tiraba la rosa con furia y la pisoteaba. Fue en el fragor de esa lucha contra el odio convertido en flor cuando su vestido de deslizó y dejó sus piernas al descubierto.
Lloraba, pero era invisible para los asquerosos borrachos, como yo, que buscaban llevarse algo a la boca: ya fuera un perrito caliente o una chica distraída a la que sus amigas hubieran abandonado por otros menesteres más placenteros. Yo no quería nada, pero lo necesitaba todo. Me armé de ese valor estúpido que nunca tuve y avancé con paso decidido por calle Convalencientes.
No sé si por miedo o simplemente como reacción natural, ella levantó la cabeza y me vio acercarme rápidamente. Me miró como quien mira a un perro callejero. Seguro que ella era consciente de que sentía pena por verla allí sentada, sola y llorando. Pero estoy más seguro de que yo le daba mucha más lástima. Allí estaba, tirado en medio de la calle. Le pedí permiso para sentarme junto a ella, pero me lo negó con la cabeza. Le rogué que me disculpase, y la llamé por su nombre. Se sorprendió. Sólo nos separaba un metro, una distancia que me permití dejarle como respuesta a su inicial desaire.
Levantó la cabeza de nuevo, me preguntó que de qué la conocía. No supe contestar. Me di la vuelta como disculpándome de nuevo, como si todo eso sólo hubiese sido un traspié de la vida y la cosa no hubiera ido con ninguno de los dos. Pero no me dio tiempo a dar siquiera el primer paso. Ella se agarró a la pernera de mis chinos azules. ¿Juan?
Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. El que hubiera dejado a Laura en Málaga lo había hecho para eso. La melodía de su voz me devolvió la inocencia que había perdido. Se levantó, se enjugó las lágrimas en un puerco pañuelo de papel para hacerse la fuerte y me abrazó. Yo no sabía qué hacer. No podía ser. Se acordaba de mí. Le correspondí el abrazo con un fuerte beso en la mejilla, carnosa y receptiva.
Los dos temblábamos: ella de frío, yo de rubor, de miedo, de inocencia, de años perdidos… Quise creer que a las siete menos cuarto de aquella mañana de domingo alguien quería reírse de mí.
“He pensado tanto en ti en estos años”, me espetó. “Maldita seas”, pensé. Cuando venía a Málaga desde el cielo dormía en casa de sus padres en el Limonar, le dije que me gustaría invitarla a pasar un rato conmigo, más tranquilos, en otro sitio. Ella accedió. Quería saber de mí y yo de ella.
Se me ocurrió pensar en irnos a un hotel. Pensé que quizá se ofendería. Qué coño, el maldito cabrón que la había echado del cielo quería que estuviera conmigo. Accedió a venir conmigo a un hotel junto al Centro de Arte Contemporáneo. Paseamos tranquilamente mientras admirábamos un rio rebosante de alegría y agua, como nosotros. Llegamos a calle Alemania y subimos a la habitación. Por el camino nos cruzamos con un par de conocidos de mi familia, que solían frecuentar aquel hotel para fornicar con travestis. Ni les eché cuentas.
Estaba centrado en ella, en su voz, que no había parado de hablar alegremente durante el paseo. Ahora necesitaba estar con ella, a solas, como quise hace siete años pero el hado dijo que no era mi momento. Hoy había apostado todas por ella. Gané.
Nos sentamos en el estribo de la cama y comenzamos a besarnos como dos niños de quince años. Eso es lo que éramos. Nos desnudamos tan descaradamente que nos arañamos, nos mordimos, nos tiramos de los pelos, disfrutamos salvajemente de los besos, sólo de los besos. Besos desnudos.
Pero los niños se fueron, llegaron los adolescentes, más tarde aparecieron los adultos… Estuvimos aprovechando aquel frasco de una hora que contenía siete años de pasión. Mientras ella me clavaba las uñas en la espalda yo recogía su melena en mi puño. Sus piernas se recogieron en torno a mi cintura. Abrazados y sentados sobre la cama continuamos con el ritual, con una compenetración cuasi divina. Concluimos una coreografía que nunca ensayamos, y que no podríamos volver a repetir. Todo pasó en una hora, y a los dos nos supo a poco. Caímos rendidos como piedras.
No pasó mucho tiempo, yo apenas pude cerrar los ojos. No podía creer que todo aquello hubiera pasado en esa noche. Laura estaba apretando sus pechos contra mi espalda, me rodeaba con su brazo izquierdo, mientras su brazo derecho todavía me tocaba la nuca que hacía un rato me estaba acariciando.
Quise alargar aquel momento eternamente, pero algo me hizo ver que aquella noche tenía que terminar. Sentí la imperiosa necesidad de desaparecer. Y lo hice. Al levantarme me embriagué con el aroma de la biznaga que horas antes marcó la estela del ángel que se apareció en la plaza de Mitjana. Otra vez Mitjana.
Salí de la habitación del hotel sin que ella se diera cuenta. Le dejé una nota. Pagué en la recepción, pedí que no molestaran en mi habitación, y que si fuera necesario pagaría otra noche. Fui camino del Perchel. Allí me encontré a mi mejor amigo, el vino. Él me dio refugio.
La mañana era pura y la gente, arreglada como se acicalaban los antiguos los domingos para ir a misa, entraba en Casa Flores a desayunar. Todos me miraban mal, olía a vino rancio, a barrica maltratada. Ahí estaba, con mi catavinos a las diez y media de la mañana, y sólo era el primero.
Pasaron horas y vinos a puñados. Quise reflexionar, al principio, pero al cuarto vino, ese maldito cabrón que me había mandado a Laura quiso dejarme claro que sólo era para volver a reírse de mí. Lo que él no sabe es que yo me reí de él. Laura no es sólo una mujer. Laura es todas las mujeres que han pasado y pasarán por mi vida. Pero nunca será para mí.
Salí absolutamente borracho de Casa Flores. Iba hasta arriba de Florestel, y casi no veía por donde pisaba. Las aceras de calle Ancha parecían cuerdas de equilibrista a mis nublados ojos. Todavía olía a biznaga. Unas horas antes había degustado el placer de manos de una mujer que ya no acertaba a recordar. Aún llevaba carmín y sombra de ojos en mi camisa blanca de tela Oxford. Era más tarde del mediodía del Domingo de Ramos. Este año también estrené algo, como mi madre me enseñó. Esta vez no fue una camisa, ni unos calcetines. Por fin estrené mi pasado, tan mal usado…