Cómo han cambiado las cosas

Aún recuerdo aquella vuelta desde Madrid en el mes de junio. Había finalizado la primera parte de mi periodo de prácticas y aquí, Málaga, me recibía con el afecto de un hijo que vuelve a su seno. Igual que en la vuelta de estos días, el tren llegó a la estación a las 00:30. Sin embargo, esta vez no iba embelesado, ni me esperaban Balín y Jesús en la puerta ni, como entonces, tenía que contener la sonrisa para no despertar miradas de desaprobación.

Ahora, en octubre, todo ha sido muy distinto. Málaga me esperaba, como espera siempre a cualquiera. Esta vez no había sonrisa, esta vez no había un nombre de mujer en la estación, ni siquiera tenía ganas de bajar del tren. Cuando uno se acostumbra a lo bueno, a lo mejor, a lo exquisito, le cuesta bajar al simple mundo de los mortales. Málaga puede ser el paraíso o el averno, según como se plantee. En esta ocasión no llego con la idea de paraíso pero, ni mucho menos con la del infierno.

Es Málaga, no más. No se puede esperar ni más ni menos que lo que uno construya. La ciudad es cosmopolita, por eso no tiene nada. Sólo tiene lo que las manos de los artesanos sean capaces de levantar. Eso es todo. Ahora, las manos de los oficiales están paradas, esperando a que alguien les mande trabajo. Las máquinas están dispuestas, los almacenes vacíos a la espera de llenarlos. Y aquí estoy yo, viendo cómo han cambiado las cosas.

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